«Yo estoy contigo»
Las Sagradas Escrituras nos ofrecen diversidad de relatos en los que podemos descubrir y entender las maneras en que Dios se manifestó y se dio a conocer a su Pueblo. Del mismo modo, esos mismos textos nos permiten analizar y comprender el devenir y los vaivenes de ese pueblo y sus diversos personajes─ tan humanos como nosotros─ a lo largo de la historia de la Salvación.
En este tiempo pascual tan particular y difícil que nos toca vivir signado por la cuarentena y el confinamiento forzado por el COVID 19, en el que, por momentos, nos cuesta descubrir la presencia del Resucitado en medio de tanto dolor, fragilidad humana e inseguridad, como dice el Papa Francisco, intentemos “abrazar su Cruz”, ya que “es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión, para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar”.
Un complejo pasaje de la historia del Pueblo de la Antigua Alianza, y de la figura del joven y humilde profeta Jeremías, nos pueden ayudar a reflexionar, confrontarnos y descubrir la presencia del Resucitado que, aún en medio de las adversidades y desafíos, nos sigue diciendo: “Yo estoy contigo”.
Un reino en decadencia y peligro
El joven rey Josías, que tanto trabajó por avivar la entre su pueblo la fe en Yahvé, murió en el campo de batalla luchando contra los egipcios. El faraón de Egipto, Necao, ocupó militarmente e impuso pesados tributos a los paisanos y vecinos. En adelante, los Israelitas ya no conocerían lo que sería ser libres. Pero además, antes que intentaran siquiera romper el yugo egipcio, llegaron otros enemigos más poderosos y temidos: los caldeos. Dirigidos por el mismo rey de Babilonia, Nabucodonosor, ocuparon todo el territorio de Judá y avanzaron hacia Jerusalén.
Jeremías, testigo de Yahvé
Durante aquellos tensos y tristes años que culminaron con la destrucción de Jerusalén, Yahvé habló a su pueblo por medio de un gran profeta llamado Jeremías. Pertenecía a una familia de sacerdotes y vivía en Anatot, un pequeño pueblo de la tribu de Benjamín, a pocos kilómetros al norte de Jerusalén. Jeremías, siendo también joven, compartió las desgracias y humillaciones que afligieron a Judá y muy especialmente a Jerusalén, en el curso de esos años. Él mismo nos cuenta como fue llamado por Yahvé a ser su profeta:
“La palabra del Señor llegó a mí en estos términos:
Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía; antes de que salieras del seno, yo te había consagrado, te había constituido profeta para las naciones».
Yo respondí: « ¡Ah, Señor! Mira que no sé hablar, porque soy demasiado joven».
El Señor me dijo: «No digas: «Soy demasiado joven», porque tú irás adonde yo te envíe y dirás todo lo que yo te ordene. No temas delante de ellos, porque yo estoy contigo para librarte –oráculo del Señor –».
El Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: «Yo pongo mis palabras en tu boca.
Yo te establezco en este día sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y derribar, para perder y demoler, para edificar y plantar».
Mira que hoy hago de ti una plaza fuerte, una columna de hierro, una muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes de Judá y a sus jefes, a sus sacerdotes y al pueblo del país.
Ellos combatirán contra ti, pero no te derrotarán, porque yo estoy contigo ».
(Jeremías 1, 4-9,18-19)
Y a pesar de las dudas y la resistencia que en un principio Jeremías presentó al llamado de Dios, finalmente terminó aceptando la tarea que se le confiaba. Su voz comenzó a escucharse a diario por las calles de Jerusalén y por todo el territorio de Judá. Él se daba cuenta de que todos los buenos intentos del rey Josías habían fracasado, al ver por todas partes mentira, traición, idolatría y pecado. Con su vibrante voz, gritaba a las multitudes:
“¡Escuchen la palabra del Señor, casa de Jacob, y todas las familias de la casa de Israel!
Mi pueblo ha cambiado su Gloria por algo que no sirve de nada. Porque mi pueblo ha cometido dos maldades: me abandonaron a mí, la fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua“.
(Jeremías 2, 4-11-13)
Falsas seguridades
Los caldeos tenían sitiada Jerusalén y sus habitantes creían que nada malo podría ocurrir dentro de los muros de la ciudad y junto al Templo. Aunque no seguían los mandamientos de Yahvé, ni cumplían con la Alianza, tenían la supersticiosa convicción de que Jerusalén y el Templo eran indestructibles. Por ello, Jeremías junto a la entrada del Templo, los amonestaba:
No se fíen de estas palabras ilusorias: « ¡Aquí está el Templo del Señor, el Templo del Señor, el Templo del Señor!».
Pero si ustedes enmiendan realmente su conducta y sus acciones, si de veras se hacen justicia unos a otros,
si no oprimen al extranjero, al huérfano y a la viuda, si no derraman en este lugar sangre inocente, si no van detrás de otros dioses para desgracia de ustedes mismos,
entonces yo haré que ustedes habiten en este lugar, en el país que he dado a sus padres desde siempre y para siempre.
¡Pero ustedes se fían de palabras ilusorias, que no sirven para nada!
¡Robar, matar, cometer adulterio, jurar en falso, quemar incienso a Baal, ir detrás de otros dioses que ustedes no conocían!
Y después vienen a presentarse delante de mí en esta Casa que es llamada con mi Nombre, y dicen: «¡Estamos salvados!», a fin de seguir cometiendo todas estas abominaciones.
¿Piensan acaso que es una cueva de ladrones esta Casa que es llamada con mi Nombre? Pero yo también veo claro –oráculo del Señor–.
(Jeremías 7, 5-11)
Aumentan los peligros
Entretanto, la ciudad de Jerusalén continuaba siendo amenazada y sitiada por los caldeos. Buena parte de los habitantes de toda la región de Judá se había refugiado dentro de los muros de la ciudad. Entre ellos, se encontraba Jeremías, dispuesto a sufrir la misma suerte de su pueblo. El profeta anunciaba a la población lo que ocurriría, pero a pesar de que nadie le hacía caso, él insistía:
¡Busquen un refugio, benjaminitas, fuera de Jerusalén! ¡Toquen la trompeta en Tecoa, levanten una señal en Bet Haquérem! Porque desde el Norte amenaza una desgracia y un gran desastre.
«Así habla el Señor: El que permanezca en esta ciudad morirá por la espada, el hambre y la peste; el que se rinda a los caldeos vivirá y su vida será para él un botín: sí, él quedará con vida. .Así habla el Señor: Esta ciudad será entregada al ejército del rey de Babilonia, y este la tomará».»
(Jeremías 6, 1; 38, 2-3)
Podemos imaginar la inmediata reacción de los jefes de Jerusalén ante estas palabras tan alarmistas del profeta. Pensaban que al escucharlas, el pueblo podía desalentarse:
«Los jefes dijeron al rey: «Que este hombre sea condenado a muerte, porque con semejantes discursos desmoraliza a los hombres de guerra que aún quedan en esta ciudad, y a todo el pueblo. No, este hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia».»
(Jeremías 38, 4)
Por ello, y a pesar del insistente llamado del profeta a escuchar la voz de Yahvé y corregir su actitud, la Sagrada Escritura nos cuenta que Jeremías fue arrojado a un aljibe lleno de barro, salvando su vida gracias a la persuasión que ejerció ante el rey Sedecías, un personaje llamado Ebed Melec, el cusita. (Jer 38, 6-13). Aquellas muchedumbres seguían sin aceptar las palabras del profeta, ni ponían su corazón ni su confianza en Dios.
Primera deportación
La Biblia nos describe la entrada de los caldeos en la ciudad de Jerusalén, en el año 598 A.C. de este modo:
«En aquel tiempo, los servidores de Nabucodonosor, rey de Babilonia, subieron contra Jerusalén, y la ciudad quedó sitiada. Nabucodonosor, rey de Babilonia, llegó a la ciudad mientras sus servidores la sitiaban, y Joaquín, rey de Judá, se rindió al rey de Babilonia junto con su madre, sus servidores, sus príncipes y sus eunucos. El rey de Babilonia los tomó prisioneros en el año octavo de su reinado. Luego retiró de allí todos los tesoros de la Casa del Señor y los tesoros de la casa del rey, y rompió todos los objetos que Salomón, rey de Judá, había hecho para la Casa del Señor, como lo había anunciado el Señor. Deportó a todo Jerusalén, a todos los jefes y a toda la gente rica -diez mil deportados- además de todos los herreros y cerrajeros: sólo quedó la gente más pobre del país. Deportó a Joaquín a Babilonia; y también llevó deportados de Jerusalén a Babilonia a la madre y a las mujeres del rey, a sus eunucos y a los grandes del país.»
(2Reyes 24, 10-15)
El desaliento fue total. Los que quedaron en Jerusalén, vieron con dolor cómo se perdían en la distancia las filas interminables de desterrados que avanzaban a Babilonia, la capital de Caldea. ¿Cuántos morirían en el camino? Imposible saberlo. Mientras tanto, como rey de Jerusalén quedó Sedecías, el último de la familia de David que reinaría sobre Judá. Este hombre no comprendió la gravedad de la situación, y pensó que era posible rebelarse en contra de los caldeos. Sus intentos de sublevación empeoraron la situación, causando la indignación de Nabucodonosor, quien decidió finalmente acabar con la ciudad de Jerusalén.
Caída y destrucción de Jerusalén
En el año 587 A. C., siendo el noveno año del rey Sedecías, Nabucodonosor acampó alrededor de la ciudad, con todo su ejército babilónico, cercándola con una empalizada. Jerusalén estuvo sitiada aproximadamente durante un año. (2 Reyes, 25, 1-2).
Imaginemos lo que habrá significado para aquellos pobladores verse encerrados dentro de su propia ciudad, construida en la altura de una montaña, viviendo hacinados y además, aterrorizados por la presencia del ejército enemigo que acampaba poco más allá de sus muros. Nadie podía salir ni entrar. Y cada día, escaseaban más los alimentos y el agua. La Palabra de Dios nos describe esos padecimientos, de este modo:
“En el cuarto mes, el día nueve del mes, mientras apretaba el hambre en la ciudad y no había más pan para la gente del país,
se abrió una brecha en la ciudad. Entonces huyeron todos los hombres de guerra, saliendo de la ciudad durante la noche, por el camino de la Puerta entre las dos murallas, que está cerca del jardín del rey; y mientras los caldeos rodeaban la ciudad, ellos tomaron por el camino de la Arabá.
Las tropas de los caldeos persiguieron al rey, y lo alcanzaron en las estepas de Jericó, donde se desbandó todo su ejército.
Los caldeos capturaron al rey y lo hicieron subir hasta Riblá, ante el rey de Babilonia, y este dictó sentencia contra él.
Los hijos de Sedecías fueron degollados ante sus propios ojos. A Sedecías le sacó los ojos, lo ató con una doble cadena de bronce y lo llevó a Babilonia.
El día siete del quinto mes –era el decimonoveno año de Nabucodonosor, rey de Babilonia– Nebuzaradán, comandante de la guardia, que prestaba servicio ante el rey de Babilonia, entró en Jerusalén.
Incendió la Casa del Señor, la casa del rey y todas las casas de Jerusalén, y prendió fuego a todas las casas de los nobles.
Después, el ejército de los caldeos que estaba con el comandante de la guardia derribó las murallas que rodeaban a Jerusalén”.
(2Reyes 25, 3-10)
Nuevamente, partieron largas caravanas de desterrados hacia Babilonia. Esto ocurría diez años después de la primera deportación. Algunos pequeños grupos de israelitas pudieron huir a Egipto, llevando consigo a la fuerza al profeta Jeremías. (1)
“A lo largo de su actividad profética, Jeremías no conoció más que el fracaso. Pero la influencia que él no logró ejercer durante su vida, se acrecentó después de su muerte. Sus escritos, releídos y meditados asiduamente, permitieron al pueblo desterrado en Babilonia superar la tremenda crisis del exilio. Al encontrar en los oráculos de Jeremías el relato anticipado del asedio y de la caída de Jerusalén, los exiliados comprendieron que ese era un signo de la justicia del Señor y no una victoria de los dioses de Babilonia sobre el Dios de Israel. En el momento en que se veían privados de las instituciones religiosas y políticas que constituían los soportes materiales de la fe, Jeremías continuaba enseñándoles, más con su vida que con sus palabras, que lo esencial de la religión no es el culto exterior sino la unión personal con Dios y la fidelidad a sus mandamientos. Y mientras padecían el aparente silencio del Señor en una tierra extranjera, la promesa de una “Nueva Alianza” (31. 31-34) los alentaba a seguir esperando en él.
Así el aparente “fracaso” de Jeremías –como el de Jesucristo en la Cruz– fue el camino elegido por Dios para hacer surgir la vida de la muerte. No en vano la tradición cristiana ha visto en Jeremías la imagen más acabada del “Servidor sufriente” (Is. 52. 13 – 53. 12). (2)
Para nuestra reflexión personal, familiar y comunitaria:
-Dios le dice a Jeremías que deber ser fuerte, tanto como “una columna de hierro” y “una muralla de bronce”. Yahvé necesita que su profeta no se desaliente ante las dificultades que debe enfrentar. ¿Qué problemas, inconvenientes, etc. nos desalientan? ¿Qué tipo de dificultades nos parecen más difíciles de resistir y sobrellevar en este tiempo?
-Muchos de los protagonistas de estos relatos, imaginaron y sintieron que Yahvé los había abandonado cuando Jerusalén y el Templo quedaron en ruinas. ¿Nos hemos sentido de manera similar en algún momento? ¿Cuándo, y por qué?
-Pensemos que, en ese momento de la historia, Dios no necesitó de una ciudad ni de un templo físico para estar presente y cerca de su pueblo. Él permaneció en el corazón y en los labios de sus profetas –como Jeremías- y de aquellos que escucharon y vivieron su mensaje. ¿Cómo nos sentimos, hoy, y cada vez que no podemos concurrir a nuestro templo, comunidad, etc.? ¿Cómo podemos darnos cuenta y descubrir si Él está presente en nuestro corazón?
-En la actualidad, muchos se resisten a escuchar la Palabra de Dios, como en aquellos tiempos bíblicos, en donde también querían acallar las voces de los profetas como Jeremías. ¿Por qué creemos que sigue ocurriendo esto? ¿Y de qué modo? ¿Quiénes serían, actualmente, algunos de esos profetas desoídos?
-¿Qué opinión nos merece la figura de Jeremías? ¿Hay algo de él que nos haya llamado la atención o deseamos destacar?
-¿Sentimos la presencia de Dios que, como a Jeremías, y ante las dificultades, el dolor o el aparente fracaso de nuestros esfuerzos, nos sigue afirmando: Yo estoy contigo?
-Finalmente, ¿Qué reflexión podemos hacer a partir de lo que hemos leído y meditado, de cara a estos momentos difíciles en los que nos puede llegar a costar cuesta descubrir la voluntad y la presencia de Dios? (3)
Fuentes
- y (3) Tomado y adaptado de Tu eres mi pueblo–Historia de Israel, Carlos Decker, Instituto Arq. De Catequesis, Santiago de Chile.
- Tomado de la introducción al libro del profeta Jeremías, El Libro del Pueblo de Dios-La Biblia, SAN PABLO.