Nuestras lepras
Por Luigi Schiavo
En esta época de pandemia hemos experimentado lo que significa el miedo al contagio. El aislamiento, la contaminación, el look down han marcado nuestras vidas, obligándonos a vivir a la distancia y en relativa soledad. Los demás, de repente se han convertidos en amenazas, y nosotros para ellos, un peligro del que alejarnos y evitar. Todo esto ha aumentado nuestros miedos, incertidumbres, provocando la suspensión de contactos y encuentros: la vida en común se ha interrumpido, dejándonos en el más triste encierro. En cuanto que los pocos momentos de apertura, vividos con excesivo entusiasmo y falta de la necesaria prudencia, se han convertido algunas veces en nuevas ocasiones de propagación del virus.
El evangelio de este domingo presenta la cura de un leproso por parte de Jesús (Mc 1,40-45). La lepra, o morbo de Hansen, fue y sigue siendo una enfermedad terrible, mucho más allá de un problema físico. Por su gran facilidad de contagio y ausencia de remedios adecuados, en la antigüedad era considerada como muy grave y los afectados por ella eran expulsados de la comunidad, obligados a vivir aislados en lugares lejanos, como personas peligrosas para la sociedad. Ya no les quedaba ninguna esperanza de una «vida normal» y, además, vivían un profundo sentimiento de culpa, por ser considerada castigo divino, y quien se contagiaba, era un pecador. Volverse leproso era, por tanto, una desgracia física, social y religiosa.
Jesús rompe con los muros de protección y preconcepto construidos por la sociedad y la religión para defenderse del peligro de la lepra: se acerca al leproso y lo toca, curando sus males físicos y emocionales, reintegrándolo a la familia y a la comunidad social y religiosa. De hecho, no sabemos qué era más terrible: ¡la expulsión social o la afirmación de no poder más tener acceso a la salvación divina! Sin embargo, la cura no eliminaba por completo los preconceptos que, como afirma el Evangelio, obligaban al leproso a permanecer en lugares aislados y desiertos.
Hoy, la lepra ya no es más un problema como en la antigüedad: su tratamiento la ha convertido en una infección como muchas otras. Sin embargo, existen otras lepras, que afectan la vida social y provocan la construcción de muros y barreras entre personas, impidiendo el surgimiento de la fraternidad. Pensemos al racismo, tan presente en nuestras sociedades, que discrimina por el color de la piel, como si los derechos de las personas, así como la superioridad de unos sobre otros, dependieran de la piel blanca, negra o roja.
Lo mismo ocurre en el caso del género, fuente de tanta violencia y terribles muertes contra las mujeres, que, en muchos casos, es considerada por el varón su personal e intocable “propiedad privada”. Así mismo, por causa de la diversidad sexual se inferioriza a mujeres e hombres. Pensemos también en otras múltiples diversidades presentes en nuestras sociedades (de costumbres, tradiciones, pensamiento, origen, opción política, religión, etc.) y que, en la opinión común, acostumbrada a pensar en términos de homogeneidad e identidad, se vuelven extrañas, cuestionadoras del concepto de «normalidad» colectiva.
La dificultad de «pensar diferente» es fácilmente reemplazada por el preconcepto, la crítica, la exclusión de quién es, piensa y actúa de manera diferente. Pues, hay que decir que la diversidad obliga a dejar la estabilidad del propio mundo, para abrirse a otras formas de vida, pensamiento y cultura. Por esto, la diversidad, para muchas personas, es un problema grave, que justifica el rechazo y la violencia. Otra forma de lepra muy presente entre nosotros tiene su origen en el excesivo valor que se le da a lo material, con la consecuente absolutización de lo económico, la idolatría del dinero y la centralidad del interés individual.
Es una enfermedad que lleva a dudar siempre de los demás, considerándolos peligrosos y manteniéndolos a debida distancia. Al mismo tiempo, genera un espíritu competitivo, que mata la relación y conduce a la muerte de la comunidad. El «nosotros» es reemplazado por el «yo» y los pronombres posesivos (como «mío») toman el lugar de la visión colectiva de los bienes, la riqueza, la naturaleza e incluso las personas. Se levantan muros y barreras para proteger al «yo», impidiéndole vivir una vida social y comunitaria saludables.

Jesús nos enseña a no tener miedo del encuentro con el otro, aunque sea diferente, extraño y extranjero, sino a confrontarnos abiertamente con su diversidad. Porque la autorreferencialidad es la muerte tanto del “yo” como del “nosotros”, mientras que la apertura es sinónimo de vida, cambio y transformación.
El autor, Doctor en ciencias de la religión, con especialización biblia. Fue coordinador de teología en la Universidad Pontificia de Goias (Brasil). Investigador en el Departamento Ecuménico de Investigación DEI, de Costa Rica 2011.
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