Ensuciarse las manos


Por Luigi Schiavo

El concepto de pureza está asociado con la idea de limpieza, de candor, pero también de inocencia y transparencia. Se refiere a diferentes ámbitos: por ejemplo, una cosa es pura cuando no está sucia, manchada; mientras que para la moral, una persona es pura cuando no transgrede la ley, cediendo al pecado, como en el caso de la sexualidad. Para la sociología, el concepto de «raza pura» está a la base del racismo, creado para justificar la opresión y aniquilación de pueblos enteros, como en el caso de los negros esclavizados por la colonización y de los judíos en la Segunda Guerra Mundial. De hecho, apelar a la pureza es muy peligroso, porque permite levantar muros que separan de los que son considerados impuros y contaminados, hecho que muchas veces acaba legitimando la limpieza étnica.

El Evangelio de este domingo (Mc 1,21-28) narra la liberación de un hombre poseído por un espíritu impuro (o inmundo) en la sinagoga de Cafarnaum. Es el primer milagro realizado por Jesús en el Evangelio de Marcos. Lo que estaba haciendo un espíritu impuro en la sinagoga, un lugar de solo hombres puros, es muy extraño, también porque con su presencia contaminaba ese lugar santo, así como a todos los presentes. Probablemente Marcos, con este episodio, quería señalar que la religión de la sinagoga era impura, inmunda, como el templo de Jerusalén, que Jesús exorciza, «expulsando» a los demonios que lo habitaban (Mc 11,15). Para el evangelista, la cuestión de la pureza no se relaciona con un lugar, una raza, ni siquiera con la observancia de una ley, sino con una actitud hacia las personas.

En la época de Jesús, de hecho, la pureza consistía en evitar cualquier contacto con la sangre, con la suciedad, con los enfermos y sus dolencias, con los muertos, los extraños, los pecadores, las mujeres, como también con los trabajadores, culpables de sudar. Situaciones y personas con las que en cambio Jesús estaba en contacto diario, sin preocuparse del peligro de contaminación que representaban. Más bien, èl consideraba la situación de miseria, opresión y exclusión que vivía el pueblo, como injusticia y traición de la religión auténtica, frente a los sacerdotes de la época, para los cuales era el justo castigo divino por no observar fielmente la ley mosaica. Jesús, con sus palabras y sus acciones, rechazaba este concepto de pureza, considerando que, más que con el culto y la práctica de la piedad, la pureza coincidía con la justicia, la fraternidad, la solidaridad, como lo había descrito el profeta Isaías: “Aunque multipliquen la plegaria, yo no oigo. Sus manos están llenas de sangre: lávense, límpiense, quiten sus fechorías de delante de mi vista, desistan de hacer el mal, aprendan a hacer el bien, busquen lo justo, reconozcan sus derechos al oprimido, hagan justicia al huérfano, aboguen por la viuda” (Is 1,15-17).

Hay tantas impurezas que nos asustan y justifican el levantamiento de muros y barreras de separación entre nosotros. Desde el muro de Trump, entre Estados Unidos y México, para evitar el paso de migrantes; al racismo y a la violencia de género que siguen generando víctimas y sufrimientos incontables; a los áridos nacionalismos, que sólo sirven para justificar los privilegios de pocos en relación a muchos. Pero también el acoso, los prejuicios, el sentimiento de superioridad, la rivalidad, la indiferencia en relación a los demás. Por no hablar de los diferentes: extranjeros, negros, mujeres, quienes tienen alguna incapacidad física, mental o psíquica. O quienes el sistema no consideran más productivos, como los mayores, relegados a una triste soledad y los que sufren las consecuencias del Covid 19, los antiguos y los nuevos pobres, etc.

«Hay tantos demonios presentes entre nosotros que esperan ser expulsados; muchos muros en los que nos hemos atrincherado y que hay que derribar; muchos discursos ideológicos, que representan un grave peligro para la sociedad, especialmente para los más vulnerables.»

Luigi Schiavo

La verdadera pureza, como la considera el Evangelio, requiere en cambio la capacidad y el coraje de ensuciarse las manos, sumergiéndose sin miedo en el inframundo de la exclusión, del sufrimiento, de la pobreza, de la soledad, del abandono: es este de hecho el lugar por excelencia que revela la verdadera o la falsa religión. El resto, como quizás tantas misas a las que participamos, oraciones que hacemos, o ricas limosnas que prodigamos con generosidad, tal vez no pase de palabras y acciones vacías que solo sirven para enmascarar la aridez de un corazón incapaz de amar y de comprometerse con el otro.

Pensar en la economía es entonces necesario, pero a otra economía, que traiga en el centro la «casa común»: es aquí donde se decide el futuro de la humanidad, la salvación y la felicidad, nuestra y de todos.


El autor Luigi Schiavo, Doctor en ciencias de la religión, con especialización biblia. Fue coordinador de teología en la universidad pontificia de goias (Brasil) fue investigador en el departamento ecuménico de investigación dei, de costa rica 2011.

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